GUSO MACEDO PÉREZ



LOS ESCLAVOS, DE ALBERTO CHIMAL

  
Dada la generación a que pertenezco, quizá debería avergonzarme porque no conocía la obra de Alberto Chimal. Pero pasó que algún amigo me dio a leer Grandes hits, vol.1: nueva generación de narradores mexicanos, compilado por Tryno Maldonado y editado por Almadía; y entre cuentos cortos y fragmentos de novelas —unos maravillosos, otros olvidables, otros más deplorables— sobresalió ante mis ojos la porción mostrada de Los esclavos de Chimal. Lo que el compilado exhibía de la novela se leía turbio, obsceno, viscoso y perturbador; tanto, que en tres días ya tenía mi copia de la obra completa, con su sobrecubierta en cartón negro, bella y austeramente editada por Almadía.

Chimal narra dos historias de sumisión absoluta, la de Marlene y Yuyis y la de Mundo y Golo. Ambas “realidades” (porque Chimal dice que Nabokov dice que la palabra “realista” debe entrecomillarse siempre) se presentan lo convenientemente alejadas como para no amenazarnos, pero con la cercanía suficiente para incomodarnos. En la primera historia, Marlene crea a su esclava, quien no conoce otra realidad que no sea vivir para su ama. En la segunda, Mundo se entrega como esclavo, accede.

Las tramas se van desdoblando a través de las 136 páginas, de pronto marcando una línea muy clara, de pronto zigzagueando, pero siempre a altas velocidades y con ese efecto “sostengo la respiración durante todo el párrafo” que a veces se logra. El lenguaje de Chimal varía entre ambas historias, como dos chimales tratando el mismo tema en diferentes tiempos: uno narra la historia de Yuyis y Marlene con parquedad y diálogos, el otro la de Golo y Mundo con amplias descripciones y close-ups a las reflexiones de los personajes.

En Los esclavos no hay malos ni buenos. Se viven situaciones sórdidas —Yuyis creciendo con un dildo como único juguete—, humillantes —Mundo orinado por otra esclava— y francamente decadentes —los amos ofreciendo libertad a sus esclavos, quienes se horrorizan ante la idea—. Pero se brindan pistas que develan no una ausencia de moral, sino una relatividad de la misma. Así, vemos como Golo y Mundo se enorgullecen de su relación y tachan de hipócritas a quienes las ocultan; mientras que Marlene es la madre tuerta en la tierra de las madres ciegas.

Los cinco capítulos de la novela están conformados por 101 secciones concisas (no las conté, vienen numeradas) que van marcando un compás en la lectura. Se aspira profundo, se atraviesa una sección de quince líneas y luego se levanta la mirada unos segundos… antes de meterse en la siguiente sección, de siete o quizá veinte líneas. Cada sección es concreta, centrada en la historia, sin dar espacio a adornos o apéndices, siempre arrojando información nueva o, para mayor dramatismo, desmintiendo la ya dada.

A pesar de lo denso de la “realidad” abordada, Los esclavos es una obra de rápida lectura, no de esas que requieren masticarse y digerirse, sino más como aquellos licores que se empujan de un solo trago y aturden en minutos. Cerrar el libro brinda alivio, devuelve la cadencia a la respiración. Y dan ganas de volverse a enervar.