GABRIEL RODRIGUEZ



ZOOLÓGICO DE ANIMALES MUERTOS


        De vez en cuando se aprecia vida en el Zoológico de Animales Muertos. Son los buitres devorando. Quién sabe desde dónde vienen, con sus antojos urgentes y sus tétricas caras de rodilla. Parecen ancianitas tejiendo con maestría una prenda de hilos rojos. En una misma jornada las aves de rapiña almuerzan, comen, cenan y mueren empachadas, volviéndose parte de la muestra. Dos veces por semana se repite la ceremonia con parvadas renovadas y copiosas.

        Y justo cuando piensas que dentro de las jaulas prevalece la inercia, otro movimiento casi imperceptible domina las prisiones, dotándolas de una sutil dinámica rutinaria que bien podría ser confundida con necios achaques de vida. Basta con observar los dioramas detenidamente para que de pronto “algo” se agite milimétricamente (como observar un tramo de césped o mojar música). Criterios entusiastas jurarían que es debido a que los animalitos fallecidos están eligiendo en qué otra especie reencarnar. Más bien se trata del movimiento continuo de las innumerables moscas que se frotan las manos formulando planes y sobrevolando con insistencia de amor no correspondido por entre las vísceras, los tejidos rotos, los químicos internos goteando, la carne pudriéndose y los anos aún con mierda. Regimientos de bichos lisonjeros rentan domicilio en cada uno de los bellos animales fenecidos que, por sólo cuarenta pesos de martes a domingo, entre las nueve de la mañana y las seis de la tarde, son visitados por familias enteras, turistas, poetas, periodistas, morbosos, niños, niñas, adolescentes y adultos.

        El zoológico es un éxito y su misterioso dueño se está haciendo millonario. La gente abarrota las taquillas con premura, temiendo que tarde o temprano la exhibición sea declarada desperdicio. Los espectadores humanos se pasean en lentos turnos visitando cada cadáver encerrado. La descomposición de los animales evoluciona con constancia, provocando que la travesía siempre esté dotada de novedades y olores distintos al del día anterior, además de innegables detalles macabros que sólo un ocioso podría especificar sin tener que contener el vómito. Así pues, resulta encantador darle satisfactorio seguimiento a dicho bestiario del fin del mundo.

        La señalética informativa del zoológico todavía ilustra el paseo común y corriente que los animales vivos brindaban apenas hace unos cuantos meses. Aquel burdo pormenor provoca entre los visitantes un inconsciente pesar silencioso. Es como habitar transitoriamente a lo largo de un extenso “minuto de silencio” susurrado entre todos y para la salvación de las almas de aquellas bestias momificándose y hediendo. Un despacho de diseño ya se encuentra ideando los nuevos panfletos y guías. Además se tienen planeados diferentes souvenirs que extiendan la experiencia del visitante adinerado. Una línea de muñecos de peluche saldrá a la venta a finales de mes. Los juguetes representan adorables animales muertos con la lengua de fuera y ojos de tache. Estampas, llaveros y cuadernos para colorear se venderán en cada una de las tres tiendas de recuerdos ubicadas al inicio, al final y en medio del traslado. Si las cosas siguen como hasta ahora, se tiene pensado lanzar una página web que atraiga visitantes lejanos.

        No es raro que los veladores asignados comenten entre ellos: “Por las noches aquí espantan”. De día el viaje transcurre así:

        Entre las primeras atracciones se encuentra la jaula del rinoceronte. Poco queda ya de su imponente fuerza, aquella armadura finamente soldada ahora luce más como un tiradero de ollas, cazos y cucharas oxidadas y oxidándose. Pobre tanque tristemente inútil. Al cadáver le han crecido precipitadas flores encima de la macilenta escala de grises que escurre de sus huesos. Alguien hurtó el cuerno.

        La jaula de los pandas es una película violenta en blanco y negro y rojo. A los niños les encanta.

        Si viras a la izquierda te topas con el aviario. Todo ahí dentro es la redundancia última de un eco formado por gritos alegres de ave colorida. En el suelo se despliega un tapiz de pájaros pisoteados y aplastados como hojas de otoño y monedas. En algunas secciones del macabro tapete se alcanzan a esbozar las marcas concatenadas de un insistente neumático. A los visitantes se les incita a que utilicen la cámara fotográfica de sus celulares para retratarse al lado de los ángeles de sangre que quedaron marcados en las paredes cuando las aves comenzaron a estrellarse desesperadas.

        Allí a un lado está la plaza ocupada por los avestruces. No es sencillo encontrar las palabras para describir la forma en que se exhiben sus humillantes muertes. Un pésimo pintor venía cada dos o tres días, se sentaba al frente del matrimonio de pajarracos y bosquejaba lo que terminó siendo un cuadro que nada tiene que ver con la realidad: plumas volando suspendidas y dos avestruces con la cabeza metida en la tierra del suelo. Sólo un detalle nos permite afirmar que los animales han perdido la vida: una procesión de hormigas entra y sale por el hueco donde los polluelos gigantescos depositaron su cara. Deltas de hormigas entran y salen removiendo trozos de merienda.

        A la derecha se ubica la jaula que congrega más personas. Un letrero dice: “Favor de no arrojar comida a los animales”. Otro dice: “León”. Pero el león muerto no aparece. Los niños pasan horas esperando a que surja uno, pero, como a veces sucede en los zoológicos de animales vivos, no hay rastro alguno de la fiera. Dicen que son tres. Un chiquillo grita: “Ahí está”. Pero no. Se trata de las vísceras de una rata metiche que en paz descansa.

        Con el tigre ocurre algo muy distinto. Murió al centro de su cajón y rodeado de sus cachorros. Recién nacidos que nunca ingirieron alimento y, por lo tanto, carecen de flora bacterial que los descomponga. Desabridos, rodean a su madre solicitando teta. Pasado el mediodía, a la tigresa se le forma una aureola circular que le rodea la cabeza. Los religiosos se exaltan y la hija del misterioso dueño propone que al animal se le inserten varias flechas de utilería justo al centro de sus manchas más bonitas.

        El oso murió de pie y con prisa se va transformando en un irreconocible cuerpo carnoso al que acaban de rapar. En breve quedará reducido a huesos, ya que el sol le pega de frente. Se prevé que su equivalente en peluche sea el más vendido. Quien analice su cadáver con malicia notará cierto detalle: parece que fue torturado. Grasiento, su esqueleto lucha por permanecer erguido o saludando. “Rufo”, lo llamaban. “Rufo”, dice el collar morado de estrellas y lunas que le cuelga del desfasado cuello.

        Dios estallaría en rabia e hipos al ver cómo exhiben aquí a su animal favorito y privilegiado: la jirafa.

        Allá a lo lejos está la rotonda del elefante, pobre globo desinflado. Saqueado por roedores de diferente índole y coladera, mantiene su bofa prepotencia con ayuda de muletas y poleas de brillante gris. Un gracioso sistema de ductos le ayuda a disparar agua por la trompa retorcida. El agua lo asea renovándose y la gente puede descansar los pies en las banquitas alrededor de dicha fuente.

        Más allá está el acceso al serpentario, cementerio de letras que no existen. O bien víboras que comieron víboras que comieron víboras hasta concluir en un embutido de pellejos y texturas, rombos de diez o doce lados. Huele a zapatos mojados, a sexo y a veneno venido a menos.

        La cebra es el animal que más sufrió. La quemaron. No queda nada de su piel de prisionero, nada de su escrupuloso tatuaje falso, nada de sus enigmas en vivo cuneiforme.

        El hipopótamo flota involuntariamente en su estanque, como cuando un bebé es arrojado a una alberca. Chapotea mimoso y caricaturesco, incluso tierno. A veces se atasca en una de las esquinas y entonces hay que esperar a que perezosamente gire la panza, se hunda y regrese zarandeando el agua puerca. Falleció con el hocico abierto. La gente aplaude porque parece como si aún después de muerto siguiera tragando. Le arrojan pescaditos de goma, bolsas de fritangas vacías y pañales.

        “¡Mira, papá!”, grita una niñita y señala a un abandonado fulano que llora cabizbajo. Es el entrenador de las focas.

        En las jaulas de los simios, tres en total, se dispusieron varias vitrinas donde se pueden colocar quincenalmente diferentes anuncios publicitarios. Esta semana: una crema antiedad, una pasta de dientes ultrafresca y varios jugos a base de néctar ciento por ciento natural. El vidrio que protege las lonas promocionales devuelve un reflejo quisquilloso: humanos calvos, obesos y preevolucionados reunidos con mirada de asombro. Los cadáveres de los changuitos reposan después de la masacre. O acaso después de la orgía.

        ¿Cómo murieron los animales?, se pregunta más de uno. Los guías instruidos saben que la respuesta es sencilla: “No sabemos pero conviene comprar el pase semestral, lleno de convenientes descuentos y beneficios. Además, cada jueves los adultos mayores entran gratis”.

        Claro. Los ancianos, material de carroña, rara vez vienen.